Seamos viejos, seámoslo siempre*
Por José Luis Ramos Salinas
Por José Luis Ramos Salinas
Este libro tiene su historia, su origen se remonta muchos siglos atrás cuando Lao Tse escribió los 81 poemas que comprenden el Tao Te Ching, a través de los cuales mostraba el camino para vivir con armonía con uno mismo, con los demás y con nuestro entorno. De allí surgiría toda una doctrina filosófica, que para algunos llegaría a ser una religión no revelada, conocida como taoísmo y cuyas influencias hace mucho que cruzaron las fronteras de China.
Patricia Roberts toma contacto con las ideas taoístas en Estados Unidos y le vienen muy bien a su vocación cristiana y su honda experiencia vivencial, siempre sometida a reflexión desde su vena poética y su ejercicio sociológico. Así su cumpleaños número 65 no pasó inadvertido, ni la manera en la que sus amigos trataban de animarla al llegar a la mitad de la sexta década de vida; y mucho menos cómo la sociedad le asignaba nuevos roles, o mejor dicho, empezaba a quitarle los que tenía.
Así fue quedando claro que la vida no era un continuo discurrir sino una secuencia de estancos que podían tener menos o más prestigio: estatus, le decimos los sociólogos. En esta concepción de la vida, la vejez aparece como una enfermedad y el viejo como una carga cuando no como un estorbo. Vivir la vejez se convierte entonces en un reto difícil de sortear y la mayoría opta por negar su condición, mintiendo sobre su edad o sometiéndose a traumáticas cirugías estéticas que cada vez son más vistas como intervenciones terapéuticas, contra ese “terrible mal” que es la ancianidad.
Patricia Roberts no está dispuesta a creerse ese discurso social sobre la vejez, está llena de energía vital y premunida de conocimiento; y sabe que todo lo que sabe y lo que siente no es síntoma de que aún es joven, sino todo lo contrario, que es producto de un rico transcurso existencial y que no puede arribar, por eso mismo, de ninguna manera, a una condición mórbida.
Los versos de Lao Tse, recobrarán entonces nuevo sentido; pues en sociedades como la nuestra hay que aprender a vivir varias veces. Cuando la juventud ya ha quedado atrás, necesitamos nuevamente encontrar el camino, para disfrutar de nuestras fatigas que nos obligan a detenernos y observar el paisaje, para deleitarnos de nuestras agitaciones que permiten llenar nuestros pulmones de oxígeno, para congratularnos de nuestros dolores que nos revelan la verdadera condición del ser humano, para sonreír de nuestra cojera porque es, a fin de cuentas, una diferente manera de andar, y por ello de ver y de vivir.
Lao Tsé nos enseña la sabiduría para la vida, Patricia Roberts ha querido enfocar esa sabiduría a la segunda mitad de nuestra vidas, para que la vejez lejos de ser entendida como carencia, sea vista como plenitud; distante de ser una enfermedad sea entendida como un sagrado refugio de humanidad.
Por ello ha hecho una libre traducción del Tao Te Ching de Lao Tse, en la que el filósofo chino ha puesto el tronco y nuestra autora las ramas con las que espera acariciar arrugadas mejillas y así convertir esas grietas vistas como heridas, en surcos en los cuales han crecido plantas hermosas y en los cuales aún hay mucho que sembrar.
Quizá nunca antes como hoy la vejez ha sido motivo de tanto descrédito. Y tal vez convenga aquí reflexionar brevemente sobre las causas de este particular y doloroso fenómeno.
Para ello queremos exponer dos líneas argumentativas, la primera tiene que ver con las revoluciones paradigmáticas que caracterizan nuestro presente, y la segunda con la extrema sobrevaloración del cuerpo.
Dice Joel Baker, siguiendo las ideas de Thomas Kuhn que cuando se produce un cambio de paradigma (estamos llamando paradigma: a una forma, o un modo de hacer algo, de entender algo, o de resolver un problema) todo vuelve a cero, eso quiere decir que los cambios paradigmáticos vuelven neófitos a los expertos. Aclaremos esto con un ejemplo: la experta taquígrafa y mecanógrafa se vuelve una aprendiz cuando su vieja y fiel Remington es cambiada por una computadora Dual Core. Estos cambios de paradigmas eran muy raros en épocas pasadas, de manera tal que los paradigmas que aprendíamos cuando niños nos seguían sirviendo cuando viejos; es más: el abuelo sabía todos los paradigmas que nosotros íbamos a necesitar a lo largo de nuestra vida; por tanto, el anciano era un sabio.
En la época actual, lo único permanente es el cambio, y un paradigma sucede a otro en una vertiginosa carrera que nos obliga a aprender cosas nuevas todo el tiempo. Los paradigmas que conoce el abuelo ya no sirven para nada. El viejo desconoce todo aquello que a las nuevas generaciones les urge en su vertiginosa vida; por tanto se convierte en una carga, que los hijos se turnan para soportar, y cuando se cansan, abandonan en el asilo.
Dice un reconocido refrán: “Si los jóvenes supieran y si los viejos pudieran”; pues ahora los jóvenes creen saber con sus maestrías y doctorados por doquier; y los viejos ciertamente siguen sin poder hacer aquello a lo que la sociedad da valor, y ahora tampoco saben, porque aquello que conocen, por el cambio de paradigma, aparece como inútil. La experiencia, ya no merece reconocimiento en una sociedad obnubilada por la novedad y el cambio acelerado. Para acceder a un empleo la experiencia es cada vez menos importante, y el límite de edad se va imponiendo como norma universal. Se necesitan jóvenes con gran potencial, no gente que sepa hacer cosas que ya no se hacen.
Revisemos ahora el segundo argumento: la excesiva valoración del cuerpo; en realidad, de un cuerpo en especial, del cuerpo que se tiene por “joven”.
La llamada sociedad posmoderna ha prestado atención al cuerpo y esto ha servido para descubrir sutiles mecanismos de dominación como lo hizo Foucoult, o las teóricas del feminismo radical; pero también ha dado pie a una vanalización de gran magnitud que se hace evidente en fenómenos como el de los metrosexuales.
A lo que nosotros queremos referirnos va más ligado a esto último, pues se trata de la imposición de cierto cuerpo que todos debemos concebir como objetivo de nuestras vidas. La presión es tal que los antropólogos ya hablan de racismo social para distinguirlo del racismo étnico y que consiste en discriminar a todos aquellos que no tengan el cuerpo socialmente impuesto como modelo.
Para lo que nos compete, baste decir que este cuerpo en cuestión es un cuerpo joven por lo que las personas deberán luchar con todas sus fuerzas y con todo su presupuesto (que esto es finalmente lo que interesa) para que su cuerpo no revele el paso de los años. Así, las cremas anti arrugas, las cirugías, los implantes de cabello, etc. son el pan de cada día. En otras palabras, para ser un tanto crudos, no hay vieja ni viejo guapos, la vejez es sinónimo de fealdad, y a los feos se les margina cada vez más.
Ahora intentemos, desde la lectura del libro “Sabiduría para la segunda mitad de la vida”, rebatir los razonamientos acabados de enunciar.
Decíamos que cuando cambia el paradigma la experiencia resulta inútil. Esto es sin duda una exageración, porque algo de mecanografía puede servir al momento de usar un teclado; pero eso no es lo importante.
Creo que vale mucho más la pena fijarnos es esos paradigmas que pese a la propaganda del cambio total y permanente, permanecen casi inalterados; o que merecen permanecer tal cual están. Hablemos por ejemplo de la preocupación por los demás, tan presente en las personas mayores; hablemos de la ternura que desean recibir y no temen dar los ancianos; pensemos en ese vínculo casi mágico de nietos y abuelos, casi imposible de imitar. Estamos hablando en realidad de valores que tienen que ver con el amor (la vocación de dar) y la sabiduría (lo valioso que se da). Los ancianos testimonian su Vida con mayúscula, y eso está muy lejos de cómo se usa una máquina de escribir o cómo funciona una regla de cálculo; se trata de emociones, de poesía, de reservas de humanidad que no hay manera de traerse abajo con cambios de paradigmas.
“Cuando yo era joven conocí el mar”, decía el bagre abuelo del famoso cuento de Francisco Izquierdo Ríos, y en esa anécdota arriesgada y valiente que narraba a los bagres jóvenes estaba contenido no un conjunto de trucos y mapas, sino una emoción palpitante que llevaba a alguno de los párvulos a repetir la aventura del abuelo y decir más tarde, rodeado de bagres muy jóvenes, “cuando yo era joven conocí el mar”. El abuelo le heredó la vida, los abuelos heredan vida.
Yo recuerdo al padre de mi madre sentado al sol, rodeado de muchos perros que alimentaba con los panes que a la hora del almuerzo metía a su bolsillo a hurtadillas. Y recuerdo al padre de mi padre en su taller, cepillando las maderas con un viejo radio de fondo, transmitiendo un partido de la segunda división. Todavía puedo sentir la alegría de los canes moviendo sus colas y el olor a aserrín, y al hacerlo me emociono porque aunque entonces no lo sabía, estaba palpando la vida. A la madre de mi madre la seguí gozando muchos años después de que muriera, y hoy sé cuanta falta me hizo la madre de mi padre, prematuramente muerta antes de que yo naciera.
Resulta entonces, que el constante cambio de paradigmas y aún de revoluciones paradigmáticas, de ninguna manera convierten a los ancianos en inservibles, sino todo lo contrario, como dice el psicólogo Blajeroff: en una globalización deshumanizada, los ancianos son más necesarios que nunca para darle la dimensión humana a un planeta que rueda hacia el vacío del sin sentido más atroz. No importa si se escribe en un papiro o en una lap top, lo que importa es lo que se escribe. Como se dice en la página 173 del libro: “Que todo cambie no es el problema. / No es estabilidad lo que necesitamos / sino equilibrio”.
Refutemos ahora el segundo argumento, el que intenta hacer leña con el cuerpo de los viejos.
Como explicábamos hace un instante, si hay cuerpos que se imponen socialmente como deseables y otros como indeseables, estamos hablando, a final de cuentas de un discurso de poder. Y es este discurso, precisamente, el que denosta el cuerpo de los ancianos. Por tanto, defender los cuerpos vetustos es en realidad un acto político y libertario, porque intenta subvertir un orden impuesto que si nos fijamos bien no favorece a nadie realmente, salvo a ciertos grupos económicos que han hecho de sus loas a lo que ellos entienden por juventud, la fuente de gigantescas ganancias.
Machado decía que el caminante hacía el camino al andar, pues bien, desde otra perspectiva podríamos decir que el camino es camino si tiene huellas, en otras palabras son las huellas las que le dan valor al camino, pues uno por donde nadie transita resulta completamente inútil.
Ahora, si la vida es un camino, no queda duda que las arrugas son las huellas de su tránsito. Es pues la vejez lo que da valor a nuestras vidas y no la que se lo quita. Decíamos que el anciano da testimonio de su vida, quien no exhibe arrugas no tiene o tiene poco que testimoniar.
La vejez del cuerpo es un signo de riqueza. En el mercado lo que debiera venderse son cremas que nos generen arrugas prematuramente, para presumir de un valor y una belleza que los jóvenes aún no tienen.
Lo que estamos pidiendo, si nos fijamos bien, es una radical transformación en nuestra forma de entender la vejez y por ello la vida misma. No se trata de darles un trato preferencial a los viejitos evitándoles hacer colas en las instituciones públicas o cediéndoles el asiento en las combis; porque ello solo revela la fragilidad de su situación; de lo que se trata es de comprender la riqueza que per se contiene la vejez, porque sino vamos a terminar creando un ministerio del anciano, así como hay uno de la mujer que al final no ha provocado ningún cambio radical, que eso es lo que realmente se necesita.
Solo así la muerte será el símbolo del éxito de quien ha vivido, y no, como ahora, la gran tragedia de la pérdida del último resto de juventud.
El libro lo dice en su página 171: “Al envejecer con sabiduría descubrimos / que a medida que nuestro cuerpo se debilita / nuestro espíritu crece. / A medida que las articulaciones se endurecen / nuestro entendimiento se vuelve más flexible / A medida que nuestro corazón falla / su valor se despierta. / Cuando nuestros pasos se tambalean / nuestra alma se mantiene estable. / Nos estamos convirtiendo en luz para iluminar este mundo”.
Quisiera ahora reflexionar sobre algunos textos puntuales del libro que a mí, particularmente, me parecen que tienen un hondo y especial significado.
En primer lugar hay que decir que aunque el texto base es de Lao Tsé, el libro no está en chino, quiero decir que es absolutamente comprensible para quien se acerque a él con humildad y con ganas de aprender, o para referirlo con las palabras de Lao Tsé, diciendo “no sé”.
En el poema El Camino se nos transmite la idea que no se trata de envejecer por envejecer, sino de envejecer con sabiduría. Y creo que esto no es posible si no entendemos que la vejez no es la disminución de capacidades sino la acumulación de riquezas.
En el poema Inagotable, se pone de manifiesto que la fuente de la vida no está únicamente en el nacimiento y que el transcurso de la vida consiste en su agotamiento, sino que la fuente es inagotable: está en las madres, en los mantos de seda, en la lluvia, en el misterio, en el aliento, en el amigo, en el amor.
En el poema ¿Jubilado? se dice: “Estar jubilado es poder hacer / lo que siempre hemos querido hacer”, y se nos dice que los viejos se jubilan del trabajo, no de la vida.
Esto me parece fundamental, y se trata de la idea básica del marxismo, de la contradicción entre trabajo concreto y trabajo abstracto. O para decirlo con palabras más afines a las que nuestra autora, que estoy seguro no sabía que era marxista, utiliza en el poema: existe una división entre la vida y el trabajo. El trabajo no es vida y debiera serlo. Pero entonces, la jubilación aparece como la liberación del trabajo carente de vida: trabajo abstracto le llamaba el autor de El Capital; y la gran oportunidad de dedicarnos a esas actividades que enriquecen nuestra vida, trabajo concreto o actividad vital consciente, lo llamaba ese viejo barbón que la crisis económica mundial que vivimos ha traído de vuelta con nuevos bríos.
En el poema Por el Placer de Servir, se dice: “No deseamos recibir nada a cambio / solo el sencillo placer de dar gratuitamente. / Ya no calibramos los posibles beneficios, / servimos libremente con alegría / según nuestra naturaleza”. Es cierto, los ancianos están libres de esas mezquindades. Y quizá por ello, cuando leí este poema recordé a los jubilados que en la época más feroz de la dictadura de Fujimori salían a las calles a protestar y a defender sus derechos, mientras los jóvenes se ponían, más bien, a buen recaudo.
El poema titulado “La Guerra”, hace alusión a la sexualidad en la vejez, pero para comentar esto tendríamos que escribir un ensayo, así que lo dejaremos para otra oportunidad.
El poema La Salud, deja claro que ésta es fundamental para el anciano, para cualquier persona en realidad. Pero lo que hay que entender y grabarse bien es que la vejez no es una enfermedad.
Para concluir con esta parte quiero citar parte del poema “Aunque nadie nos siga”: “Muchos nos ven como pobres viejos. / No perciben la sabiduría / detrás de nuestros ojos, / ni la serenidad en nuestra sonrisa. // Hemos alcanzado un entendimiento profundo / que ya no necesita ser comprendido. / Guardamos tesoros en nuestro interior / sin hacer gala de ello”.
Cuando hace unas semanas Patricia Roberts me entregó el libro que ahora presentamos, explicándome que estaba dirigido sobre todo a las personas de la tercera edad, no dudé en dárselo a mi madre, una señora septuagenaria que devora cuanto texto cae en sus manos. Pocas horas después me llamó para decirme que llevaba leída buena parte del libro y que éste le había emocionado profundamente; y me pidió que en su nombre felicitara y le agradeciera a su autora; ahora cumplo con ese encargo.
Finalmente quisiera decir que Patricia en la introducción nos cuenta que empezó a escribir este libro luego de que no la dejaran donar sangre por ser mayor de 65 años; bueno pues, hoy que han pasado varios años desde entonces, Patricia se dio el gusto y nos donó su sangre, con todo lo que ello implica, a través de estos poemas que, como el rojo líquido de nuestras venas, alimentan cada rincón de nuestro cuerpo.
Y ahora una queja, que en realidad no la es, resulta que el libro que a mí me dijeron que era para la tercera edad, es en verdad para quienes están en la segunda mitad de su vida, y yo con 40 años y con pocas esperanzas de llegar a los 80; resulta que estoy pues entrando a la ancianidad.
Seamos viejos pues, seámoslo siempre.
*Texto leído con motivo de la presentación del libro "Sabiduría para la segunda mitad de la vida" de Patricia Roberts
No hay comentarios.:
Publicar un comentario