Todos y
todas somos dueños y dueñas de nuestros cuerpos y podemos hacer con ellos lo
que nos plazca, siempre y cuando con ello no dañemos a nadie, por supuesto. Y
este derecho no es privativo de cierta clase social, de cierto grado de
instrucción, género ni raza; e incluye por ello mismo a los sacerdotes. La
reflexión viene a cuento porque en los últimos días hemos asistido a la crucifixión pública del cura franciscano
Roberto Cartagena por haber sido sorprendido saliendo de un hostal acompañado
de una señorita. El hecho ha merecido primeras planas en periódicos locales que
creen que con eso hacen periodismo de investigación, y rebote de la información
en los medios de comunicación nacionales, tanto los chicha como aquellos que se
suelen llamar: serios.
Si en la
religión católica es un grave pecado que un sacerdote falte a su voto de
castidad, pues ese es problema de la conciencia de Roberto Cartagena y de nadie
más. Si la Iglesia lo considera una falta grave y dispone sanciones en
consecuencia, pues seguramente las aplicará. Pero convertir la relación amorosa
que el mencionado cura parece tener con alguien que no es una muchachita sino
una mujer hecha y derecha, en un escándalo de magnitudes bíblicas y transformarlo
en un tema de interés nacional no solo nos parece desproporcionado, sino
síntoma de hipocresía, doble moral, mojigatería, chismografía; y lo que es
peor, de una actitud inquisidora medieval.
La religión
y sus preceptos es un asunto confesional, es decir, privado, de cada quien.
Convertir los supuestos pecados, o para usar el término que ha sido la delicia
de la prensa que ya hubiera querido tener Torquemada en su época: la tentación
de la carne, en un asunto de debate público con ánimos de castigar, es la
comprobación de lo que ya advertía Humberto Eco a principios de siglo en su
libro “A paso de cangrejo”: estamos rumbo a la Edad Media.
Y eso es
peligroso en muchos sentidos. Denota dogmatismo y por ello mismo la incapacidad
de entender a quien piensa y siente diferente a nosotros; mesianismo, todos
creen que Dios les da instrucciones, lo que en la práctica convierte en aliado
del demonio a quien no encaje en su plan divino; fundamentalismo, si no estás
conmigo estás contra mí; la “civilización” y adoctrinamiento por medio de la
violencia como un acto de amor.
Y otra cosa
más que en nuestro país es un asunto crítico, la pérdida de la concepción laica
del Estado, lo que implica que la religión en general y la Iglesia en
particular, se irrogan el derecho de sancionar qué leyes deben ser aprobadas y
cuáles rechazadas; y de allí a convertir en delitos lo que ha sido sancionado
como pecados solo queda un paso. Hay recientes y escalofriantes ejemplos en
África y Rusia; y el exitoso boicot al protocolo para el aborto terapéutico que
se dio en nuestra ciudad por parte de la Iglesia, sería un ejemplo local; así
como nacional sería la risible sentencia del Tribunal Constitucional sobre la
píldora del día siguiente. Ambos hechos relacionados a los derechos sobre
nuestro cuerpo.
Que Roberto
Cartagena vaya a hoteles o no, es un asunto de Roberto Cartagena, pero que el
hecho alcance las dimensiones que ha alcanzado es un asunto político y por ello
de interés de todos. En mi opinión, ceder al amor es un pecado infinitamente
menor a considerar a los derechos humanos como una cojudez. Pero yo no soy
nadie para opinar en temas religiosos, por lo que solo me queda decir que el
que esté libre de culpa, lance la primera piedra.
* Texto leído a través de Radio Yaraví, enero, 2014
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